Las zonas urbanas ocupan menos del 1% de la superficie terrestre del planeta, pero en ellas reside más de la mitad de la población mundial. Pese al acero y cemento, las multitudes y el tráfico, las ciudades siguen siendo ecosistemas cuyo estado tiene una repercusión enorme en nuestra calidad de vida. Los ecosistemas urbanos funcionales ayudan a limpiar el aire que respiramos y el agua que consumimos, contrarrestan el efecto de isla térmica y contribuyen a nuestro bienestar al protegernos de las amenazas y darnos oportunidades de descanso y ocio. También pueden albergar una cantidad sorprendente de biodiversidad.
Los ecosistemas urbanos simbolizan una transformación radical de las zonas naturales a las que han sustituido, que suelen presentar un alto grado de degradación. Una planificación deficiente sella los suelos, lo que deja poco espacio para la vegetación entre las viviendas, carreteras y fábricas. Los desechos y las emisiones derivadas de la industria, el tráfico y los hogares generan contaminación del suelo, hídrica y atmosférica. El crecimiento urbano incontrolado engulle cada vez más hábitats naturales y tierras agrícolas fértiles.
Para restaurar los ecosistemas urbanos, es necesario que los ciudadanos y los encargados de la adopción de decisiones se conciencien y comprometan. Los espacios verdes deben gozar de un papel preponderante en la planificación urbana. Los grupos cívicos y las autoridades municipales pueden limpiar los cursos de agua, plantar árboles y crear zonas arboladas urbanas y otros hábitats para especies silvestres en parques, escuelas y otros espacios públicos. Las aceras permeables y los humedales urbanos pueden proteger frente a las inundaciones y la contaminación. Las zonas industriales contaminadas pueden rehabilitarse y convertirse en reservas naturales urbanas y lugares para la recreación y relajación.
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